Recuerdo cuando era pequeña que mis abuelos solían llevarme al circo, y concretamente al Circo Price de Madrid, ciudad donde vivíamos.Muchas veces le oí contar a mi abuela que con gran sorpresa por parte de ellos estuve toda la función llorando sin parar.
Solo cuando el espectáculo había acabado, me percaté de un gran reloj colocado en la parte frontal del lugar y que aquél me entusiasmó tanto al punto de no querer irme a casa y de comenzar a llorar de nuevo porque todo el público se había ido y yo me negaba a moverme de mi sitio porque me fascinaba el movimiento de las agujas del reloj. Entonces no existían los relojes digitales.
Años después y ya adolescente, en el pueblo de la costa donde pasábamos el verano, cuando había la Feria, en grupo con mis amigas , íbamos al Circo que estaba siempre lleno hasta los bordes y donde se vivía un ambiente festivo y alegre. Lo más fascinante para mi eran siempre los trapecistas, que en aquellos tiempos solían trabajar sin red de protección y recuerdo mirábamos hasta sin respirar su increíble y difícil actuación.
No me entusiasmaba en ningún modo el espectáculo de las llamadas “fieras”, veía siempre la nostalgia de la sabana africana en los ojos de los leones y me parecía un atentado a su dignidad que les hicieran saltar a través de aros o subirse a sitio. Igual tristeza me parecía encontrar en la mirada de los elefantes.
Distintos eran los caballos o perritos amaestrados que daban la idea de su milenaria convivencia con los seres humanos.
En aquella época, aunque ya no llorase como con mis abuelos en el Price, tampoco me entusiasmaba ir al Circo porque siempre me sentía melancólica cuando salía.
Por muchos años no he vuelto a ir. En la actualidad me encuentro entre aquellos que firman cartas a las autoridades para que no se permitan los animales en los circos.
La semana pasada los pequeños de la casa, ahora la abuela soy yo, pidieron de ir al Circo cuyas lonas se veían desde los balcones de casa.
Allá fuimos pues y, como siempre, fui inmersa en la sensación de pena de antaño, es decir, mucho peor.
Si antes me causaban tanta tristeza los animales, ahora idéntica tristeza me trasmitían los ojos de los “cirquenses”.
Había muy poco público y el ambiente intentaba ser animado por los músicos, pero en los ojos de todos asomaba la preocupación de sostener un negocio ya no más rentable y un espectáculo ya no perteneciente a la sociedad moderna. Siempre las mismas personas, cambiándose de vestimenta ora actuaban de trapecistas, ora de payasos, ora hacían dar vueltas a caballos muy delgados o paseaban sobre algún camello, solo los pequeños perros parecían estar animados y sin pensar al futuro.
Esa poca gente, por muy poco dinero, debían vivir cambiando constantemente lugar, montando las lonas, actuando en mil roles diferentes, haciéndose publicidad con un megáfono por la población, pasando frío en sus caravanas.
Creo que la tristeza era compartida por las personas y por los pocos animales-ya no había leones, tigres o elefantes- que vivían esa vida sin futuro, conscientes de que un día u otro, más pronto que tarde, les tocará no desdoblar las lonas e irse a las filas del paro. Me preocupan los pocos animales. Los perritos quedarán seguramente con sus dueños, mucho me temo que los otros tendrán peor final no existiendo el paro para caballos ni camellos.
En fin, volví a casa muy triste. No sé si los niños se divirtieron, pienso que ésta generación se lo pasa mejor con la Nintendo, pero a mi me asusta siempre más éste siglo XXI aunque yo no sea un camello pienso a tantos menesteres que van desapareciendo y me apena el porvenir.