sábado, 17 de marzo de 2012

GOYA Y EL AQUELARRE DEL GRAN CABRÓN




En ésta “aventura” mía de volver a Madrid pisando con mis pies de adulta la huellas que dejaron mis pies de niña en ésta para mi entrañable ciudad que me vio nacer, he disfrutado cada momento, aunque pena que la “aventura” haya sido breve, en que he podido recorrer el Retiro, ésta vez sin el uniforme del colegio ni el pan y chocolate de aquellas tardes de primavera ya lejanas. Cuando era niña y adolescente quizá no me importaba mucho vivir al lado del Retiro, sin embargo ahora pienso que es una pena que los niños no aprecien hasta el fondo las cosas que tienen a su alrededor de pequeños y que de mayores recuerdan con nostalgia.
Pero bueno, en éste paseo por el túnel del tiempo, no podía faltar una visita a un lugar que supe, sin embargo, apreciar más en mi época de estudiante “quinceañera”, me refiero al Museo del Prado, lugar en que pasaba muchas tardes sentada delante de algún cuadro tomando apuntes (escritos) de aquello que en un modo u otro observaba.
Recorrer las salas me ha resultado por tanto como ir a visitar a la familia, tanto aquellos cuadros han formado parte de mis días juveniles inducidos por una buena profesora de Historia del Arte que nos había enseñado “como mirar una obra de arte” en modo que la obra observada pasara de la pared del Museo al “patrimonio mental” de nuestra historia y nuestra memoria que por fortuna nos permite a los seres humanos de almacenar muy dentro de nosotros como un tesoro el arte mirado, escuchado, oído, leído.
Así pues mi visita más larga ha sido a la Sala de las Pinturas Negras de Goya, que no así en mi juventud, cuando veía éstos cuadros con cierta sorprendida inquietud y no llegaba a recoger en mi mente lo que el genial artista quería comunicarnos y pasaba ante ellos sin detenerme mucho ni comentar en mi bloc-notas.
Hoy día, a la inversa, puesta primero en el centro de la sala, y después, recorriéndola muy lentamente, he visto mi propia interpretación del mundo reflejada en esas imágenes, en esas caras deformadas, angustiadas, absortas, estremecidas, atormentadas, aleladas, embrutecidas.
Si uno se acerca a esas pinturas cerrando por unos instantes los ojos, ve como si la escena tomara vida y moverse las masas aterrorizadas bajo el coloso enorme-¿habría visto Goya en sueños Hiroshima?-oye uno el gritar de miedo de las madres estrujando en su seno fardos de niños llorosos, oyes las ruedas de los carros en su huida.
Y tocas con mano el odio fratricida, expresión del cainismo tan español que hace sí que dos hombres apresados en el lodo hasta la rodilla no hagan nada por salir del barro sino que continúan atizándose sin piedad !Qué moderno y actual es ésto!
O ese tirano del tiempo que nos va devorando a los hijos de nuestros días apresurados. O esas viejas monstruosas, encarnación del mal a veces o retrato de nuestra decrepitud, o el perro que intenta sobrevivir cuando está enfangado hasta el cuello ¿No es nuestra sociedad la que está así? ¿O la lúgubre pradera de san Isidro que ya nada tiene que ver con las luminosas praderas de san Isidro pintadas por Goya en años juveniles? La pradera negra es quizá la “pradera desesperada” de esa humanidad perdida del S. XX que dio lugar a dos guerras mundiales, al Holocausto, a las bombas nucleares, a la guerra fría.
No está en la sala “El sueño de la razón genera monstruos”, pero si que están los monstruos que llevamos dentro y que pueden desatarse y que de hecho se han desatado y que tan bien Goya ilustró.
Vuela mi mente fuera de España y del Museo del Prado y pienso en una “pintura hija” a mi modo de ver de ésta serie de la pintura negra de Goya, me refiero al cuadro de “El grito” de Edvard Munch y que representa a éste horrible siglo XX que dejamos atrás y que la escritora italiana Oriana Fallaci llamaba con acertada propiedad “el siglo de las ideas asesinas”.
Al centro de la sala vemos “El aquelarre presidido por el Gran Cabrón”. Asombra de éste cuadro de grandes dimensiones el estupor de los rostros de los asistentes al aquelarre. Uno se pregunta a quién quiere representar Goya en la figura del Gran Cabrón al que la gente teme a la vez que rinde pleitesía.
¿Es el Tirano, Hitler, Stalin y similares ? ¿Es una alusión a un sistema, el capitalismo, el comunismo, a la globalización ? ¿Es la encarnación del Mal multiforme que puede ser persona o sistema? ¿Es simplemente el Becerro de oro convertido en el Gran Cabrón de la Humanidad? ¿Es el Dinero que tememos, adoramos, nos vuelve seres monstruosos como los que asisten al Aquelarre?
¿Es ese el Gran Cabrón que ve Munch cuando pinta El Grito?
En fin, démosle cada cual nuestra personal interpretación, pero ciertamente Goya con su mente rasgó las nieblas del tiempo. Es un viajero del tiempo.
Los ojos de Goya son nuestros ojos hoy.
Cuando salgo del Museo del Prado y me dirijo a la estación de Atocha, ante el monumento de las víctimas del 11M veo la sombra del Gran Cabrón.




IMÁGEN: “EL AQUELARRE DEL GRAN CABRÓN”.FRANCISCO DE GOYA
MUSEO DEL PRADO

sábado, 10 de marzo de 2012

VOLVER A MADRID





Se me hace raro volver a Madrid. Hace más de veinticinco años que no he paseado por ésta ciudad en la que nací. He vivido en tantas partes y bajo diferentes cielos, pero ningún cielo es como el cielo de Madrid, ese cielo de Velazquez, ese cielo de Antonio López, ese cielo de dentro de la cabeza de Alicia, o sea yo. A los madrileños que viven en Madrid les da igual posiblemente su cielo, pero los que estamos fuera sentimos la añoranza de vivir debajo, será por aquello de “Madrid al cielo...y un agujerito para verlo”.
He vuelto a sentir el placer no solo de “ver su cielo sino también de pisar su suelo”, ese suelo antiguo de la zona histórica de los Austrias. Es verdad también que he podido ver el Madrid enorme que se ha ido expandiendo cual mancha de aceite en los últimos años y si que si bien me parece una ciudad en la que han tenido cabida las páginas de historia de final del S.XX e inicio del XXI, escrita por los arquitectos y urbanistas de la modernidad, y es justo que así sea, a mi lo que me ha tocado el corazón es volver a los lugares de infancia y remirar lo ya mirado, verlo de nuevo observando como todo ha sido conservado y restaurado, como se han peatonalizado muchas zonas devolviendo la ciudad de los hombres a ese nivel humano que el progreso robó a los personas para regalárselo a las máquinas, al caminar lento, al paseo sin prisas, a las tapas en los bares, a los cafés y helados en las terrazas donde las mesitas y parasoles recuperaron sus puestos humanos devolviendo a otros lugares el ruido y el humo de la ciudad motorizada, apresurada, ruidosa.
Y mirando los balcones de las vetustas casas he pensado como me gustaría volver e instalarme en uno de esos lugares. Volver a Madrid.
!Ah, maldita nostalgia! Si, nostalgia. Nostalgia de los puestecitos de navidad en la Plaza mayor, de las tardes en el Café Gijón, de los paseos por el Retiro, de las visitas al Museo del Prado, del atardecer en la Plaza de Oriente, de los cines de la Gran Vía, de los restaurantes, bares, viejas tabernas, bailes, colegio, universidad...
Nostalgia de la familia, nostalgia de la niñez, nostalgia de la juventud. Nostalgia de mis abuelos y de la tierra de mis abuelos. Nostalgia maldita y canalla. Mirar hacia atrás. Odio mirar hacia atrás.
Creo que he visto Madrid a través de un sutil velo de lágrimas producido por la maldita nostalgia. Aunque uno es lo que lleva dentro y que sigue siendo idéntico aunque pasen mil años. Hace parte de la propia esencia.
Siempre he pensado que “mi patria es la humanidad” como decía Voltaire, pero mi ciudad es Madrid. Siempre Madrid. Madrid en el alma.